PERIODISMO
I
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TRABAJO
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PERFIL
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NOMBRE
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ANTONELLA JIMBO
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CURSO
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CUARTO”B”
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FECHA
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14 de Febrero 2020
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PARTES DEL TEXTO
PERIODÍSTICO: PERFIL
ANTETÍTULO
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Un pedacito de felicidad en cono.
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TÍTULO
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El ambateño que endulza la
vida.
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SUMARIO
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Me llamó la
atención su atuendo, fuera de lo común. Esos uniformes que no se ven
regularmente por las calles del centro de Ambato. Un mandil blanco impecable
y un gorrito de marinero distintivo. Era anciano, se lo veía feliz, atento a
lo que acontecía a su alrededor y lo acompañaba un grito ya conocido por los
ambateños en el parque central: “Helados”. Lo abordé para comprarle uno.
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CUERPO DEL TEXTO
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Tenía ese
clásico carrito de Helados de paila, un tradicional postre de helado de mora y de coco en barquillo que se
consume en el parqué Montalvo hace más de medio siglo, según me percaté en la
escarapela que lleva en su mandil.
Me dijo su
nombre: Marco Chicaiza.
Un señor se le
acercó a comprarle un cono de cincuenta centavos. El helado que es sabroso,
se lo sirve en un barquillo crujiente pero la receta de como la preparan es
secreta.
Marco o “Don Marinero”,
como le dicen sus demás compañeros, lleva 20 años siendo heladero. Mientras
seguía caminando, empujaba su coche de helado hacia la calle Bolívar, dijo
que es un oficio sencillo y que le ha ayudado mucho a solventar sus gastos.
Un niño de
colegio se acercó a comprarle dos helados, contó que es parte de la antigua
generación de heladeros La Catedral. A esta asociación pertenecen cerca de 10
heladeros. Como dije, para mí era raro ver a alguien anciano aun en ese
oficio, pero dice que hace dos años nuevos heladeros se unieron a la
asociación. “Es la nueva generación de heladeros”, dice con entusiasmo. Los
jóvenes, con nuevas perspectivas del negocio, pero eso sí, dispuestos a
mantener esta tradición, que vale recalcar, que es familiar.
Marco, entre bromas, asegura que le tocó
entrar a este oficio, primero por necesidad y “por mi suegro” que le enseño el
secreto profesional.También la receta familiar para preparar este tradicional
helado. De pronto, subiendo la calle nos encontramos con uno de sus
compañeros, también nuevo en el trabajo, por lo cual preguntarles un poco de
la historia de esta asociación, no estaba dentro de sus conocimientos. Pero si estaba el hecho de que, en el
Parque Montalvo de Ambato, durante toda la semana, trabajan cerca de 5
heladeros distribuidos por las calles alrededor del parque. “Lo malo de esto,
es que los señores municipales no nos dejan vender en las calles, por eso
siempre debemos caminar y caminar por los alrededores porque ya nomás nos
hablan” dijo Marco ya que este hecho les disminuye mucho sus ventas que
oscilan entre 50 a 80 ponches diarios.
Subimos hasta
la esquina del Parque Cevallos, pero Fabián, sigiloso, decidió seguir
subiendo y me percaté que era porque un Agente de Tránsito se acercaba a
decirle que no puede expender su producto ahí. “Eso es lo malo de esto
señorita, porque desde que se hizo peatonal ya no nos dejan estar en estos
lugares”. Siguió subiendo hasta la Cuenca se quedó ahí y llamó a su primo,
así le dijo. “Nosotros nos sabemos reunir a eso de la una al frente de la
iglesia de La Catedral para ir a comer, ahí le puede conocer a los demás”
Lo acompañé
hasta la hora del almuerzo. El todo alegre y dispuesto hablar conmigo me
contó que el oficio de ser heladero, se ha estado perdiendo de a poco. Que el
de niño, observaba que existían más heladeros en las calles pero que ahora,
de poco a poco, la familia ha ido creciendo y aprendiendo este oficio para
que no muera esta tradición, que no solo es familiar, sino que también es
algo representativo de los ambateños. “Estoy feliz y orgulloso de pertenecer
a esta familia de heladeros, así haya sido por mi suegro”
Ya acomodados
en la esquina de la catedral, con el cielo oscureciéndose, apareció otro de
sus compañeros. Se llama Raúl, él al igual que Marco entraron hace mucho a
este oficio que se volvió tradicional en Ambato, pero a diferencia de Marco,
Raúl como el mismo o dice “desde guagua estoy en esto”. Su papá era heladero
y le heredó su uniforme y su coche.
Ya era las
cuatro de la tarde cuando aparecieron otros dos heladeros. Con la lluvia
cerca de caer en el centro de la ciudad, todos juntos decidieron ir a sus
casas. Caminaron por la calle Cevallos y llegaron al Centro Comercial Teófilo
López. Llegaron donde su casera Mariana y le pidieron lo de siempre, cuatro
llapingachos. Mientras comían un delicioso pan de dulce, conversaban de cómo
ha estado el día, y de que ha pasado en sus respectivas casas o con sus
amigos. Acabaron de comer y siguieron su camino a casa.
Salieron igual
por la calle Tomas Sevilla, pero después cada uno siguió su propia ruta.
Marco se dirigió a la puerta de su hogar y feliz me dijo “así es la vida
señorita, trabajar y trabajar y como meta personal es no dejar morir este
oficio que ahora es una tradición”.
Los helados
fueron tomados como auspiciante oficial este año de la Fiesta de las Flores y
las Frutas.
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FRASES
“Así es la vida señorita, trabajar y
trabajar y como meta personal es no dejar morir este oficio que ahora es una
tradición”.
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PERIODISMO
I
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TRABAJO
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TESTIMONIO
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NOMBRE
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ANTONELLA JIMBO
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CURSO
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CUARTO”B”
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FECHA
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14 de Febrero 2020
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PARTES DEL TEXTO PERIODÍSTICO:
TESTIMONIO
ANTETÍTULO
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Justicia
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TÍTULO
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hacia rumbo desconocido.
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SUMARIO
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Aquella mañana, sábado 14 de agosto del 2019,
tomé mi bicicleta, mi mochila y unos audífonos que encontré sobre la mesa. Tendría
que disculparme con mi hermana. Salí rumbo al parque La Libertad, el único
parque en la ciudad.
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CUERPO DEL TEXTO
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Yo, un joven de 24 años, menos de un metro setenta, ojos cafés y
cabello negro, salía su casa , ubicada
en el barrio 25 de Septiembre en la Ciudadela Virgen del Cisne, en el cantón
de La Libertad-provincia de Santa Elena, a las 9am. Pensé en pasar por el
taller del vecino Juan Cáceres pidiéndole que llenara las llantas de mi
bicicleta, pero me dio pereza por lo que continué caminando.
En casa no había nadie, solo silencio, todos iniciaron su día como
siempre. Mi hermana y mi madre irían al mercado, Mi padre, pescador, estaría
en el mar a estas horas y yo iba a andar en mi bicicleta. Llegué a la esquina
de la calle y todo se volvió negro. No recuerdo más.
Desperté en la cajuela de un carro, no era muy grande dicho objeto
pues el espacio reducía mi cuerpo. Dos segundos habrían pasado, cuando mi
mente reaccionó al suceso y empecé a gritar. Grité tan fuerte que perdí la
voz, Grité tan fuerte que creí que perdería mi garganta, tan fuerte para que
alguien me escuchara, pero no fue así, nadie me escuchó, nadie me encontró,
nadie me ayudó. El auto se movía, podía sentir las ruedas girando, podía
sentir el bramido del carro. No sé cuánto tiempo estuve metido en aquel
reducido espacio, se pierde la noción del tiempo, siempre veía la hora en mi
reloj o en el teléfono, pero en ese momento ni siquiera podía calcular los
simples segundos.
El auto se detuvo, estoy seguro que se detuvo, el maletero se abrió y
cuatro manos toscas me sacaron de aquel lugar y lanzaron mi cuerpo al suelo.
Grité, no por el dolor, por supervivencia. Estaba fuera de ese auto, alguien
podía escucharme ahora. Tendría que estar en algún lugar con personas, recibí
como respuesta una patada en el estómago y un puñete en la cara. Mis ojos
dolían debajo de la venda que los aprisionaba. Estaba desesperado y empecé a
pedir por mi vida.
Las cuatro manos volvieron a sostenerme, mi cuerpo fue lanzado por
segunda vez al piso, pero este piso era diferente, era piso y no suelo.
Estaba en un lugar, quizás un cuarto, quizás una casa. La disminución del
frío me confirmó que era un cuarto. Una puerta se cerró de golpe, recuerdo
haberme sobresaltado, mis oídos estaban tan a la defensiva ante cualquier
sonido que incluso dolían. Intenté tranquilizarme, intenté normalizar mi
desesperado corazón, y eso fue peor. Ahora más atento a todo, pude escuchar
los llantos, los sollozos, las suplicas de las personas en la misma condición
que yo. Estábamos secuestrados y pensé que mi destino era morir.
Qué podía darle una familia de 4 integrantes, que vivían en una
pequeña casa con tres cuartos, un baño pequeño con ducha e inodoro en el
mismo cuarto, no tenemos comedor, solo una sala formada por el único
televisor de la residencia y una pequeña mesa de centro. No tenía el mejor
celular, ni la mejor computadora, ni siquiera teníamos carro, nuestra cocina
es de cuatro hornillas. Qué podía darle mi familia a aquellos que se habían
llevado a su hijo, a cambio de que este regresara con vida a casa. Si era
rescate lo que deseaban, entonces mi destino ya estaba escrito y si no era
así, el final sería el mismo. Moriría en ese lugar, era cuestión de días o
incluso de horas.
Mi madre fue en lo primero en lo que pensé, luego mi padre y mi hermana.
Me hallaba sumergido en todas esas preguntas, que no presté atención a la voz
que me hablaba casi al oído “Era una mujer, estoy seguro de eso, su voz era
suave y se escuchaba dolida, entrecortada, desgarrada, quizás de gritar como
yo también lo hice”.
Su brazo rozó el mío, me preguntó cómo me llamaba, Israel, respondí
con el miedo manchando cada letra de mi nombre. La chica a mi lado me dijo su
nombre se llamaba Rosario. Llevaba dos días en ese lugar o al menos eso era
lo que ella creía, nuestros pies estaban atados, nuestras manos también, y
nuestros ojos eran prisioneros de vendas negras. Somos seis contigo, me dijo,
algunos llevan un tiempo más aquí. La puerta se abrió de golpe y alguien
entró, solo se escuchaba el silencio de los pasos del cuerpo caminando entre
los demás cuerpos en el piso.
Pasó mucho tiempo, estábamos muy drogados como para movernos o para
hacer algún ruido, yo en lo único que pensaba es en que no le dije a mi mamá
que la amaba. Es curioso, cuando estás en tu casa viendo las noticias y
escuchas sobre un secuestro, yo sabía pensar en mil formas de huir, en usar
el teléfono, en golpear a uno y correr. Estar de este lado de la historia es
otra cosa, no pude huir, no pude golpear a nadie, no tenía teléfono, cuando
eres tú el secuestrado, entiendes que no todo es tan fácil como pensabas.
Pasamos en aquel lugar 15 días, lo sé porque se podía ver luz y
oscuridad por las rendijas del techo de aquel lugar, pero solo veíamos eso.
Nunca supe dónde estaba, nunca supe si esta en mi provincia, mi pequeña y
poco explotada provincia, o si estaba en otro lugar del país. Nos traían
comida y agua, la dejaban en el suelo y se iban. Recuerdo que siempre era
arroz con huevo y agua en platos y vasos desechables. Entraban en segundos y
se iban en segundos, el lugar apestaba, hacíamos pipí en una esquina y cuando
alguien quería hacer popo, se lo llevaban y lo regresaban golpeado.
Fuimos 16 personas durante 15 días. Al día 17 trajeron tres cuerpos
más, dos chicas y un chico. No dejaban de llorar y de rogar y de pensar en
qué pudieron hacer para terminar en ese lugar. Rosario intentó calmarlos y
mientras ellos se tranquilizaban a mí la tristeza y mis pensamientos me
ganaron la batalla. Al día 18 le dije a Rosario que ya no podía más, que ya
no quería más, que ya no deseaba seguir aferrándome a algo que se me había
arrebatado a las 9 de la mañana de aquel sábado 14 de agosto.
Los últimos 6 días había pensado en que mi madre estaría mejor si
encontraban mi cuerpo botado en alguna parte, que ella dejaría de buscarme si
supiera que su hijo murió. No me gustaría que pasara su vida buscándome o
buscando respuestas, como la madre de David Romo, un estudiante de la
Universidad en Quito, había escuchado tanto sobre su secuestro y jamás presté
la atención necesaria. Yo había tomado una decisión, decidí dejarme morir,
por mí, por mi madre, por mi familia. Esperaba que encontrar mi cuerpo le
diera paz, resignación y quizás alivio a mi madre.
Desde ese día dejé de comer, me golpeaban para que me alimentara, pero
yo no lo hacía. Me dejaban tirado en el suelo después de golpearme y Rosario
sostenía mi mano. Por lo que ella me contaba, sabía que habían pasado 7 días
desde que dejé de comer. Estaba muriendo, ya no sentía mi cuerpo, los golpes
no dolían y yo solo esperaba que acabara pronto. Al octavo día, nos sacaron
de ahí y volvieron a meternos en un camión. Rosario me hablaba y yo ya no
escuchaba.
Me bajaron del carro, de ahí recuerdo que los policías que me
trajeron me dijeron que aquello era normal, hay vagabundos que pasan de un
lugar a otro caminando y que algunas personas saben eso. Yo aún estoy en
desacuerdo con esa falta de humanidad.
En aquella carretera pensaba en que debía encontrar una casa, un
lugar o cualquier persona que me ayudara. Mi mente estaba perdida, sabía que
estaba ahí, pero yo me sentía perdido, ido, como si mi cuerpo se moviera
solo. Casi al atardecer encontré una pequeña casa, llamé a la puerta y nadie
me atendió, había personas, pero nadie salió. En aquel momento odie a las
personas, odie al ser humano, en aquel momento solo quería recostarme sobre
la calle y quédame ahí. Pero tenía que continuar, ¡mierda, estaba vivo, era
libre! y no podía derrumbarme. Caminé hasta que oscureció, al fondo podía ver
una casa alumbrada y llamé a la puerta cuando llegué a ella. Una señora me
atendió y lo primero que dije fue “necesito llamar a mi madre, ayúdeme” la
señora me llenó de tantas preguntas. Y yo no podía responder.
Cuando entendió que había sido secuestrado, me dio un celular. Llamé
a mi madre y le dije “estoy vivo” la señora a mi lado le dijo dónde estaba,
llamó a la policía y me alimentó. Ella sirvió un enorme plato de sopa y yo
solo comí como si no hubiera un mañana. Poco tiempo después llegó la policía.
Les haré corta la historia, después de estar de estación en estación, llegué
con mi madre. Casi en la tarde del día siguiente, me encontraba entre sus
brazos llorando las lágrimas que no había llorado, recuerdo que lloré por
horas y no quería parar de hacerlo.
Las autoridades me dejaron descansar un día, cuando el médico del
hospital Liborio Panchana, dijo que presentaba cuadro de desnutrición y
deshidratación pero que estaría bien, empezaron con su trabajo. Me hicieron
muchas preguntas, aún recuerdo el nombre del policía que me interrogó, Víctor
Baquerizo Beltrán, así se llamaba el policía. Me preguntaron que si sabía
dónde estaba, cómo era el lugar, cuantas veces nos movieron, pero yo no sabía
nada de eso. Lo más difícil fue cuando me preguntaron sobre los jóvenes que
estaban conmigo. Yo no recordaba muy bien sus rostros, solo ciertas cosas así
que mis descripciones fueron vagas, muy difusas.
A los dos días, me presentaron al Coronel Luis Jara Jácome, jefe
policial de Santa Elena. Él me contó, mi madre no quería hablar sobre el
tema, que me encontraron en Putumayo, lugar donde me ayudó la señora Carmen
Salcedo, aquello me sorprendió porque eso significaba que el último día que
nos movieron fue para sacarnos del país, todo el tiempo estuve en Ecuador,
pero no me encontraban.
*
Luis Panchana, se levanta de la silla en la que estaba
sentado frente a mí, contando cada detalle de lo que recuerda de su
secuestro. Se dirige al baño, quizás a lavar las lágrimas que ha derramado
mientras nos contaba su historia. El recuerdo aun duele, Rosario aun lo llama
en sueños. No sabe si fue coincidencia, suerte o bendición de Dios pero está
seguro que tomar la decisión de dejarse morir, el día de su cumpleaños, fue
lo que le salvó la vida, ese fue el mejor regalo de cumpleaños que pudo
recibir.
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FRASES
Era una mujer, estoy seguro de eso, su voz era suave y se escuchaba
dolida, entrecortada, desgarrada, quizás de gritar como yo también lo hice”.
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